domingo, 11 de enero de 2009

II. Hanna Baby (La leyenda de la carretera)

La chica de las carreteras se convirtió en una leyenda urbana cuando fue encontrada bailando descalza en el cofre de una camioneta pick up con una música funky de fondo. Los federales reportaron que fue vista abollando con sus pies la lámina del cofre, que de tan caliente que estaba, hubiera podido servir para freír huevos. Así era ella, siempre en diálogo con la gran bola de luz.
Un estudiante de matemáticas decía que estaba seguro de poder descubrir una nueva ruta del comportamiento humano a través de la conducta de esta mujer que tenía la habilidad de crear cientos de preguntas incontestables entre las personas cercanas a los lugares donde era vista.
Un día cualquiera estacionó su camioneta cerca del estadio, a 100 metros del pebetero olímpico y con el motor apuntando hacia El Paso, sólo a un metro de la línea divisoria. La musa de los viajeros se desplazaba en la escasa superficie del cofre y, para alcanzar la cerca de tela de alambre, bajaba a la rudimentaria defensa plateada que absorbía y deformaba los incandescentes colores del ocaso desértico. Julián -este es un buen nombre para llamar al estudiante- estaba aún en su exquisito trance de números que cada día le revelaba una explicación coherente para pequeños problemas cotidianos, y el encuentro con esa escena inaudita habría de plantearle una nuevo ejercicio que escapaba a su raciocinio.
"Vamos a bailar como Hanna Baby", la bautizó el nerd, dado en esa época a utilizar sus recién adquiridos conocimientos de inglés. Ocurrió en durante una fiesta que improvisó con sus amigos después de una inútil jornada de estudios. Ellos, además de sus avanzados conocimientos de los números, se ufanaban de hablar "inglés inglés", no del spanglis que se ocupa por aquella poblada franja fronteriza.
Tres hombres y una mujer ocupaban el espacio del dormitorio de nuestro amigo nerd en aquella noche reveladora. Nerd sí, pero atrevido, e interesado en Hanna Baby con un frenesí típico de las personas que descubren un motivo de éxtasis y deciden portarlo y exaltarlo durante las horas en que no están dormidos.
A las nueve de la noche estaban en "el Seven" comprando la cerveza y dos botellas de tequila, media hora después barrían los apuntes del suelo, la cama y el sillón de la recámara de Julián para poderse acomodar al rededor de las bebidas. Tras hora ya estaban panzones de cerveza y el baño apestaba a meados. Otra hora más tarde los borrachos del cuarto eran matemáticos famosos que se postraban sobre la comunidad universitaria y los guiaban hacia la sabiduría, mientras que la única mujer presente, terrenal y sabia, mandaba señales inútiles de sensualidad a los varones que, exaltados, clavaban el pico en sus vasos sin abandonar el diámetro imaginario que abarcaban sus piernas chuecas a punto de sucumbir ante la gravedad de sus cuerpos sin aceleración.
La mujer vista sobre su camioneta con telas colgándole del cuerpo habría de ser a partir de esa fiesta inocente, el centro de sus filosofías. Puras o no, válidas o inválidas, pueriles o trascententes, el hecho es que estaban enquistadas en su alma dispuesta a conocer el mundo con ese referente femenino, justo el más peligroso de todos, el referente parido de la peligrosidad mundialmente conocida de ese maldito pedazo de tierra que por azares del destino, alberga una raya divisoria entre un país perverso y otro pervertible, agachón e inmóvil.
Siempre estaban sus brazos descubiertos, esas extremidades que dibujaron tantas figuras de sombras con las danzas de la dama envuelta en bufandas y retazos de tela alzada, imponente sobre esa tierra que chupaba y secaba las plantas como si fueran verduras a las brasas. La sinfonía de figuras de los ramales aferrados a la tierra que quería escupirlos, pegaba una exquisita desentonada. Como la piedra que cae al agua y rompe su tranquilidad, Hanna Baby incursionaba en el tapiz de tercera dimensión de esos palos vivos que se negaban a ser expulsados por el globo terráqueo y se postraban como jeroglíficos. La bella mujer los hacía verse muertos en vida, pero les recordaba que eran parte de algo.
Se dijo que Hanna Baby podía ver al sol con las pupilas dilatadas y nunca se le quemaron los ojos, como a varios de sus imitadores drogadictos. Muchos de los accidentes que ocurrían cerca de las seis de la tarde se le atribuían al principio al temerario manejo que le daba a su troca por las empolvadas y amplias avenidas, pero con el paso del tiempo comenzaron a aumentar los casos de conductores hipnotizados por no se qué, que iban por ahí encerrados en un raro éxtasis evidenciado por una dulce sonrisa y por las facciones de la cara tranquilizada a causa de la total relajación de los músculos faciales.
Muchos, en verdad muchos, aseguraban que estaba ciega. Tampoco hay quien pueda decir lo contrario. Hanna Baby sabía aparecer de la nada con un performance sobre la vida e incidir en las vidas desesperanzadas de los habitantes de esta tierra de nadie, tremenda urbe de la histeria y de la injusticia solapada contra las bellas damas del desierto.
En cambio, la policía pensaba que estaba ocasionando disturbios en la vía pública y posibles daños a la moral con su extraño comportamiento, por eso les andaba por detenerla y llevársela.
Su pelo es negro, corto, le enmarca la cara afilada que, o miraba cara a cara al sol, o miraba hacia abajo. El que la vio de frente, si es que la vio y si es que de hecho existe ese alguien, es algo que no se sabe, pero todos se los preguntan. Julián no fue porque siempre tuvo miedo de acercarse. Aunque se le reconoce como el primero que habló con ella, y fue justo ese día del atardecer marciano junto al estadio olímpico en que bailaba en la línea divisoria entre México y Estados Unidos
De niña, el papá de Hanna Baby le dijo que existe algo llamado ritmo y que más allá de las clases de solfeo y música a las que tuvo el privilegio de asistir durante su educación primaria, lo iba a encontrar con pequeñas señales durante el transcurrir de su vida, lo cual le dio más confusión que certezas y la llevó más de siete veces a un estado de alteración y desesperación porque comenzó a encontrar ritmos en la cotidianidad de la maquiladora de pantalones de mezclilla, en el soso movimiento de la lavadora, en las tediosas repeticiones de la rocola del primer tugurio en el que trabajó cuando su papá decidió decir "último vieja" y morirse para quedar postrado en un lugar donde no se ve ni se escucha nada. Encontraba el ritmo y lo volvía encontrar, pero... "¿Para qué?", se repetía a sí misma una y otra vez.

1 comentario:

Anónimo dijo...

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