martes, 27 de enero de 2009

Son para espantar al Diablo


R. Soberanes
 
Cuatro hombres con sombrero hacen bulla sentados en una tabla bajo la sobra de un árbol. "¿Falta mucho para el Hato?, queremos ver a don Esteban Utrera", les preguntamos al pasar. "Es acá adelantito, ¡pero espérese que acá hay otro maestro!", dijo alguno de ellos. Y el laudero Asunción Cobos se levantó y se presentó levantando la tapa de una gran cubeta llena de jaranas y mostrando otras tantas colgadas en la pared.
 
Jaranas Segundas, Terceras, de Tres Cuartos, Mosquitos, guitarras, Mandolinas y Leonas ("con su vozarrona que sirve de acompañamiento") están a la vista de las escasas personas que pasan por ese cruce de caminos de unas cuantas casas, llamado Paso de la Mata, antes de llegar al Hato. Cuenta don Asunción que hace 22 años, "llegó el muchacho Gilberto (Gutiérrez) con una espátula para ayudar a hacer la jarana" y fue como aprendió el oficio que ahora lo hace viajar vendiendo sus instrumentos por Veracruz y la República.

En los caminos rurales de Santiago Tuxtla habitan el "Son Campesino" y sus creadores, hombres cercanos a los 90 años de edad que han pasado millones de horas creando música con sus instrumentos de cedro. Asunción Cobos, apurado por el griterío de los hombres "relajistas" de afuera que pedían cerveza, dijo que suele aprovechar las fiestas de La Candelaria, en Tlacotalpan para vender unas 60 jaranas, a menor precio que los demás fabricantes, tema tabú entre los lauderos de la zona que mantienen pugnas por el precio y la calidad de los instrumentos.

Personajes parranderos como don Juan Pólito, "guitarrero" que llegaba a su casa por las mañanas todo trasnochado con sus dedos lastimados y adormecidos de tanto "requintear", don Rodolfo Cobix, violinista que coloca su instrumento en el antebrazo para formar una cruz y espantar al "amigo", don Carlos Escribano, buen laudero de San Andrés, y don Esteban Utrera, pilar de cinco generaciones de soneros de la región de Los Tuxtlas. 

Se consagraron al Son por "gusto", por "necesidad social" o por "obligación moral" y han convertido las coplas y los versos en un elemento tan indispensable en la región como la ganadería y la agricultura; tan recurrente como los rezos; emblemático como las cabezas colosales olmecas de Tres Zapotes; tan triste como los velorios, tan liberador como el "despojo del luto" y tan melancólico como la migración de los jóvenes y el ocaso de los auténticos jaraneros, violinistas y guitarristas que viven de sus recuerdos. 
  
Entre los potreros y las rancherías han surgido connotados músicos. Algunos han llevado el son de los Tuxtlas por el mundo (Mono Blanco, Son de Madera, Los Utrera) y otros lo han tocado por décadas en las interminables noches de fiesta, fandangos de los que ya no hay, de los que duraban días de música canto y zapateado para pesar de las señoronas asustadizas que decían que esa música era "del amigo", por no utilizar la palabrota "Diablo". En respuesta, los violinistas de Los Tuxtlas aprendieron a tocar con el violín “afinado como las guitarras de Son” recargado en el antebrazo y no en el cuello, haciendo la forma de una "cruz" al "amigo", para tranquilidad de "las doñas". 

Don Andrés Moreno, director de la Casa de Cultura de San Andrés, explicó que el Son de Los Tuxtlas tuvo su auge en la juventud de los señores que hoy reposan en sus casas y en su mayoría han dejado de tocar. Dijo también que ellos tienen la particularidad de que les da lo mismo si su música se comercializa o no, debido a que toman al Son como una forma de vida, como "una necesidad social" expresada con las notas "empausadas" cuando asistían a los velorios a amansar el alma de los deudos, o en las plegarias que se le rinden a la Virgen de los Remedios y al Santo Niño de Atocha, en los bautizos, en las bodas, en cualquier fiesta, en los cabos de año, fecha en que los dolientes se despojan del luto y el Son "ya es más alegre", y cuando moría un niño, en cuyo caso los músicos tenían "la obligación moral" de ir a despedirlo.

"A los campesinos no les importa si el Son es aburrido o no", dice don Andrés, quien recuerda las frecuentes escenas de reuniones en las casas divididas por la mitad: unos rezando por un lado y otros bebiendo y cantando por otro, ya con todo y tarima y sones alegres, si es que no había cuerpo presente y se trataba de instalar de nuevo la alegría en el hogar concurrido. "Tantito de ibas a rezar y tantito te ibas al fandango".

Sí era verdad que el Hato estaba cerca, como dijeron los hombres con sed. Tan pronto terminó de almorzar, don Esteban Esteban Utrera se puso una camisa y se aposentó en una silla bajo la sombra del árbol de su patio para hablar de su vida. Nació en 1919, un tres de junio, cuando "el sol se convirtió en aurora, merito a las 5:33 de la mañana, un día antes de la celebración de San Quirico, el hijo de Santa Julita, el niño de tres años que frente al martirio de su madre, también se declaró cristiano valiéndole madre los tormentos", dice Samuel Aguilera, en una reseña de la vida del "mero tatasquián del Hato". 

Don Esteban, padre  de siete varones y una muchacha que le han dado un extenso "nietaje". Aprendió a tocar con las lecciones de "un señor que se llamaba Anastacio Utrera", su hermano. Lo malo fue que el maestro de don Esteban "se voló su dedo principal lazando a los animales y ya quedó mochito y me dijo que agarrara yo la guitarra". Siempre prefirió el requinteo, también sabe hacer sonar la jarana "pero ya no me gusta tocarla, tengo las manos chuecas, no sé por qué", y se miraba extrañado su mano derecha, picada por una garrapata que -dice- le pudo haber dejado torcidos los dedos.



A don Esteban parece importarle poco el hecho de haber sido invitado a tocar en el extranjero. “Fuimos dos veces en avión…”, y su nieto José Luis le ayudó: “fuimos a Irlanda”, “¡ándale, por ahí!, fueron 12 horas en el avión”, dijo don Utrera. En cambio, sus experiencias en los fandangos de la región sí lo hicieron recordar momentos gratos, “noches de guitarra sin sueño” que padecieron sus hijos, a menudo con menos injundia que él, hasta que llegaron los años 80.

“Ya por el 70 debieron haber nacido los chamacos y por los 80 comenzó don Esteban a hacer muina con las parrandas de los chamaquitos que por los noventas ya le andaban pegando duro a la jarana y en el 2000 serían (Los Utrera) a mi juicio uno de los pocos grupos auténticamente campesinos”, afirma Samuel Aguilera.

Don Esteban se repuso de “un susto de la presión” y está de vuelta en el trabajo. De todo hace, menos albañilería. Si construyen una casita, el arma los tablones, pero el ladrillo ni lo toca. En los fandangos él toca, pero el canto ni de broma. Baila poco porque ya le duelen bastante las rodillas, pero “si se aparece una brutalidad, pues ahí me hacen bailar”.

Hay cuatro generaciones de los Utrera con vida, don Esteban ya es tatarabuelo. El papá de él tocaba y bailaba, igual que su mamá. En Rincón de Sosa, Tilapa, Florida, Guinda, ahí donde son afamados los Carballo, "la carballada" y se dice que matan por dinero. A todos lados los Utrera siempre llevan la rama. "Una barbaridad de parrandas" armó en su vida, “ni sueño daba, ahora veo a la familia muy sueñenta”.

“Nunca me faltó la tomadera pero no me emborrachaba”, dice el señor del Hato. Recuerda a los fandangos de Tlacotalpan con especial cariño. “agarrábamos la tarima y cuando había mucha gente no se podían tocar las familias y les decía `hagan otro fandando para que se riegue la gente y se formule otro fandango´, de todos lados y en todo el día sale la gente bailadora en Tlacotalpan, en las fiestas de la Candelaria”. Se le preguntó a don Esteban Utrera si se imaginaba su vida sin el Son y ni siquiera comprendió el significado de tal pregunta.

“Guitarra del Son” se llama su último disco, grabado en 2007 por Alec Dempster, un canadiense que promueve el Son de los Tuxtlas como ningún otro mexicano. “Mientras nuestros pueblos rechazan su cultura, la gente extraña se interesa más”, se lamentó Andrés Moreno, halagando al mismo tiempo el trabajo de Dempster.

Dijo además que la migración en Los Tuxtlas “se nota en las casas arregladas pero también lo nota el Son” porque los jóvenes se van, regresan “y ya aborrecen el Son. Acá yo miro que la gente se va y ya no abrazan sus costumbres”.

Ejemplo de lo contrario es don Esteban Utrera, que vio “cómo le enderezaron las jorobas al Papaloapan y cómo el San Cristóbal se convirtió en el ingenio más grande del mundo” y ya por aquel entonces no paraba de tocar, y hoy, rozándole a los 90 años “el viejo sigue chambeando como un burro y amaneciendo en los pinches fandangos tirando trago y echando compla”.

domingo, 11 de enero de 2009

IV. Hanna Baby (¿Y el sol?)

Su oído agudo la hizo elegir el bar. Unas flores moradas de terciopelo enmarcaban la puerta del establecimiento que soltaba tonadas funky desde sus entrañas. Una cascada de grandes listones de colores colgados del techo acariciaban las caras de la pareja. Ella lo tomó de la mano en ese túnel ciego que les prometía las fantasías del interior. El contacto de las telas con sus caras emitía un terso sonido parecido al de las víboras de cascabel. Lento fue su trayecto, pues la sweet sixteen trataba de palpar los listones uno por uno. Algunos los arrancó y en su dulce trance los acomodó al rededor de su cuello y brazos. El hombre escuchó sonar su armónica por sí misma.
Era claramente un lugar dispuesto para el baile en pareja, Así lo sugería el acomodo de los sillones anaranjados dispuestos en círculo, donde estaban sentados algunos comensales cuyos atuendos y actitudes los hacían parecer atemporales. A ella le gustaba la música de órgano que respaldaba el toing toing de fonky, él disfrutaba escuchando su armónica que soltaba una musiquita que le recordaba que estaba en el desierto. Alrededor de quince personas eran la concurrencia, todas tomaban una bebida morada, del mismo color de las flores de terciopelo de la entrada. Llegó un señor con cabellos en forma de flama vistiendo un bien planchado smoking del color de los sillones. No era enano, pero casi, media lo mismo parado que sentado. El Gafitas les entregó a cada uno su vaso.
-Sin rencores-, le dijo el anfitrión al cuarentón quien al verlo, puso cara de bebé esperando a que le den comida en la boca, y así lo siguió con la mirada hasta ver que tomaba de la mano a su contratación del día se perdía con ella por unas escaleras de caracol situadas tras los sillones.
Por alguna razón, el cuarentón le transmitía confianza a la jovencita. Tenía tres cualidades: estaba mucho más entrado en años que ella, le gustaba viajar con instrumentos productores de sonidos y además estaba vivo, no como su padre.
Los dulces talcos que flotaban en la pista la colmaron con sus aromas. Giraba ligera con sus telas dibujando figuras, la música le había arrancado el peso del cuerpo y sentía que mantener el equilibrio ya no implicaba un esfuerzo, sus rodillas se levantaban solas, su vientre las dirigía, sus hombros le daban la postura del ángel que saca el pecho para portar sus alas y la bebida morada la pintaba por dentro.
"Esta alegría no me la quita nadie", pensó al rechazar con toda sutileza una abrupta invitación de ligue de un nuevo huésped. Seguía con su celebración frente al ofendido pretendiente, frente a su cuarentón, frente a todos.
Tenía postradas sobre ella las miradas alegres de los demás que disfrutaban con su baile y su gracia única. Pero esos rostros comenzaron a cambiar. de pronto se mostraron preocupados. La jovencita había dejado de bailar y caminaba hacia otro sujeto recién llegado que apenas buscaba acomodo. El desconocido portaba una arma de alto calibre a la vista de todos. Al tenerlo enfrente, lo olfateó. Reconoció en sus ropas el mismo olor a grasa de su negocio de hamburguesas. Sintió que desfallecía ante la mala noticia.
En menos de 25 minutos estaban ella y él frente a la zona acordonada que resguardaba el cadáver de su madre y los empleados del restaurante que acababa de sufrir un brutal asalto violento. Miradas de condolencia se postraban sobre ella.
-¿Ya va a salir el sol? qué salga pronto, qué salga pronto-, dijo Hanna Baby, encerrada en la profunda noche de aquel día de noviembre.

III. Hanna Baby (Grasa y exceso de velocidad)

Entre el ajetreo del restaurante había algo que no tenía razón de ser. Una cosa untada como mantequilla en el aire espeso, rompía la normalidad del establecimiento donde se alimentan los comensales que van o vienen de trabajar en las maquilas. Es por lo tanto, un lugar que en su mayoría recibe mujeres y fragancias diversas.

Decenas de mujeres se resbalan entre los sillones pegados a la pared arrinconados por las mesas multicolores con sus manteles viejos estampados de dibujos cursis. Las damas, acostumbradas a vestir de hombres, dejan sus gorras en la entrada, algunas utilizan el pelo corto. Ninguna trae bolso, pues todo cabe en las bolsas del pantalón.

Tras la barra hay una señora de greñas descomunales. Cualquiera diría que en un par de años no ha visto lo que hay afuera de su establecimiento porque su aspecto no se parece a ningún otro. Sus pelos negros y enmarañados por el aerosol van de un lado a otro como movidos por un péndulo inverso instalado justo debajo de la caja de cobro.

Siempre atrás de la barra, nunca entre los clientes, siempre con su vaivén de marcapasos de piano de acá para allá y de allá para acá. Siempre cuidando lo suyo.

Mas atrás aún, está la bodega de los insumos. Sobre una caja de verduras enlatadas, está sentada una niña de 16 años, una sweet sixteen ataviada con un overol, pelo recogido por un paliacate y tenis negros. Pensativa, tratando de no escuchar nada pero sin atreverse a taparse los oídos. Sumida en el sinsabor que la rodea, tiene la mirada cada vez más y más perdida... Algo no encajaba, ya no podía estar más tiempo ahí, "¿qué hago aquí?... me tengo que ir", pensó la jovencita.

A esa misma hora de la tarde, cuando los estómagos de las comensales comienzan a obligarlas a adoptar actitud de pereza, un automóvil se dirigía a la gran ciudad fronteriza a desmesurada velocidad. Su conductor, un hombre de esos que creen que todo lo pueden sólo porque han vivido 40 años, metía el acelerador a fondo, seducido por las inmensas planicies que conforman el desierto, mientas que su acompañante, una prostituta que decidió fugarse con él en una noche furtiva, comenzaba ya a arrepentirse de haber dejado la fabulosa capital del país y hacía cuentas para pagar su viaje de vuelta tan pronto hubiera oportunidad.

Comenzaron a aparecer a su paso las señalizaciones que guiaban hacia el aeropuerto de Juárez. Esa zona que hace 10 años estaba prácticamente despoblada, ahora la habían invadido cientos de casuchas y changarros instalados al libre albedrío de personas que llegaron engañadas por la idea de tener una vida confort cerca de la frontera de los Estados Unidos.

-Los cinturones de pobreza-, dijo el conductor, con el tono del que cree que sabe las causas de las cosas. "Pobreza", nada peor para escuchar para una prostituta que hace 18 horas había cometido el arrebato de viajar justo para buscar lo que sea, menos vida de carencia.

Juntos pero separados por sus anhelos inestables, iban ella y él a bordo del Mustang color rojo "de ocho gargantas" rompiendo el viento cargado de polvo, cuando una patrulla les llenó el espejo retrovisor, los alcanzó y les pidió detenerse "ya mismo y allá mero", donde les señaló el dedo del copiloto. Bajaron del auto que representa la ley, un agente corpulento (el que manejaba) de estatura razonable y otro tan chaparro, que medía lo mismo sentado que parado. "No soy enano", le aclaró a la prostituta mientras husmeaba en la guantera de Mustang sin justificación alguna. La mujer paró de mascar, estaba sorprendida por la rapidez de los movimientos de ese energúmeno uniformado que parecía sacado de una juguetería de humor negro. La infortunada pareja furtiva de viajeros estaban a punto de conocer de lo que son capaces el "Gafitas" y el "Gafotas".

Del otro lado del auto, el oficial "normal" realizó el protocolo de pedir licencia, tarjeta de circulación, hacer preguntas sobre origen-destino, y el por qué del viaje. Pero el conductor no parecía estar de humor para eso, y con sus ademanes de hombre guapo, se prendió un cigarro, abrió la puerta empujando levemente al guardián del orden y descendió del auto para enseguida orinar la llanta delantera derecha de la patrulla ante la mirada incrédula escondida por los inmensos rayban del agente.

"Placas foráneas (esto no es ilegal), falta de las dos últimas verificaciones y actitud prepotente al orinar la unidad de la ley", fue la sentencia que emitió por la radio el patético imitador de sherif gringo. Su llamado fue como un grito de guerra en la selva: cinco patrullas (dos de la policía y tres de Tránsito Municipal, incluyendo la grúa) llegaron en cinco minutos. Cuando había transcurrido 10, el hombre estaba de pie en la carretera, cargando nada más que su guitarra, su armónica y una de sus tarjetas de crédito. Aún lo acompañaba su sexo servidora arrepentida, quien miraba fijamente la tarjeta de presentación del Gafitas. Ese "tapón de alberca" era dueño de un congal recién inaugurado a las afueras de la ciudad y le había ofrecido trabajo, cosa que la dama aceptó y tomó el primer taxi que pasó para largarse de una vez.

II. Hanna Baby (La leyenda de la carretera)

La chica de las carreteras se convirtió en una leyenda urbana cuando fue encontrada bailando descalza en el cofre de una camioneta pick up con una música funky de fondo. Los federales reportaron que fue vista abollando con sus pies la lámina del cofre, que de tan caliente que estaba, hubiera podido servir para freír huevos. Así era ella, siempre en diálogo con la gran bola de luz.
Un estudiante de matemáticas decía que estaba seguro de poder descubrir una nueva ruta del comportamiento humano a través de la conducta de esta mujer que tenía la habilidad de crear cientos de preguntas incontestables entre las personas cercanas a los lugares donde era vista.
Un día cualquiera estacionó su camioneta cerca del estadio, a 100 metros del pebetero olímpico y con el motor apuntando hacia El Paso, sólo a un metro de la línea divisoria. La musa de los viajeros se desplazaba en la escasa superficie del cofre y, para alcanzar la cerca de tela de alambre, bajaba a la rudimentaria defensa plateada que absorbía y deformaba los incandescentes colores del ocaso desértico. Julián -este es un buen nombre para llamar al estudiante- estaba aún en su exquisito trance de números que cada día le revelaba una explicación coherente para pequeños problemas cotidianos, y el encuentro con esa escena inaudita habría de plantearle una nuevo ejercicio que escapaba a su raciocinio.
"Vamos a bailar como Hanna Baby", la bautizó el nerd, dado en esa época a utilizar sus recién adquiridos conocimientos de inglés. Ocurrió en durante una fiesta que improvisó con sus amigos después de una inútil jornada de estudios. Ellos, además de sus avanzados conocimientos de los números, se ufanaban de hablar "inglés inglés", no del spanglis que se ocupa por aquella poblada franja fronteriza.
Tres hombres y una mujer ocupaban el espacio del dormitorio de nuestro amigo nerd en aquella noche reveladora. Nerd sí, pero atrevido, e interesado en Hanna Baby con un frenesí típico de las personas que descubren un motivo de éxtasis y deciden portarlo y exaltarlo durante las horas en que no están dormidos.
A las nueve de la noche estaban en "el Seven" comprando la cerveza y dos botellas de tequila, media hora después barrían los apuntes del suelo, la cama y el sillón de la recámara de Julián para poderse acomodar al rededor de las bebidas. Tras hora ya estaban panzones de cerveza y el baño apestaba a meados. Otra hora más tarde los borrachos del cuarto eran matemáticos famosos que se postraban sobre la comunidad universitaria y los guiaban hacia la sabiduría, mientras que la única mujer presente, terrenal y sabia, mandaba señales inútiles de sensualidad a los varones que, exaltados, clavaban el pico en sus vasos sin abandonar el diámetro imaginario que abarcaban sus piernas chuecas a punto de sucumbir ante la gravedad de sus cuerpos sin aceleración.
La mujer vista sobre su camioneta con telas colgándole del cuerpo habría de ser a partir de esa fiesta inocente, el centro de sus filosofías. Puras o no, válidas o inválidas, pueriles o trascententes, el hecho es que estaban enquistadas en su alma dispuesta a conocer el mundo con ese referente femenino, justo el más peligroso de todos, el referente parido de la peligrosidad mundialmente conocida de ese maldito pedazo de tierra que por azares del destino, alberga una raya divisoria entre un país perverso y otro pervertible, agachón e inmóvil.
Siempre estaban sus brazos descubiertos, esas extremidades que dibujaron tantas figuras de sombras con las danzas de la dama envuelta en bufandas y retazos de tela alzada, imponente sobre esa tierra que chupaba y secaba las plantas como si fueran verduras a las brasas. La sinfonía de figuras de los ramales aferrados a la tierra que quería escupirlos, pegaba una exquisita desentonada. Como la piedra que cae al agua y rompe su tranquilidad, Hanna Baby incursionaba en el tapiz de tercera dimensión de esos palos vivos que se negaban a ser expulsados por el globo terráqueo y se postraban como jeroglíficos. La bella mujer los hacía verse muertos en vida, pero les recordaba que eran parte de algo.
Se dijo que Hanna Baby podía ver al sol con las pupilas dilatadas y nunca se le quemaron los ojos, como a varios de sus imitadores drogadictos. Muchos de los accidentes que ocurrían cerca de las seis de la tarde se le atribuían al principio al temerario manejo que le daba a su troca por las empolvadas y amplias avenidas, pero con el paso del tiempo comenzaron a aumentar los casos de conductores hipnotizados por no se qué, que iban por ahí encerrados en un raro éxtasis evidenciado por una dulce sonrisa y por las facciones de la cara tranquilizada a causa de la total relajación de los músculos faciales.
Muchos, en verdad muchos, aseguraban que estaba ciega. Tampoco hay quien pueda decir lo contrario. Hanna Baby sabía aparecer de la nada con un performance sobre la vida e incidir en las vidas desesperanzadas de los habitantes de esta tierra de nadie, tremenda urbe de la histeria y de la injusticia solapada contra las bellas damas del desierto.
En cambio, la policía pensaba que estaba ocasionando disturbios en la vía pública y posibles daños a la moral con su extraño comportamiento, por eso les andaba por detenerla y llevársela.
Su pelo es negro, corto, le enmarca la cara afilada que, o miraba cara a cara al sol, o miraba hacia abajo. El que la vio de frente, si es que la vio y si es que de hecho existe ese alguien, es algo que no se sabe, pero todos se los preguntan. Julián no fue porque siempre tuvo miedo de acercarse. Aunque se le reconoce como el primero que habló con ella, y fue justo ese día del atardecer marciano junto al estadio olímpico en que bailaba en la línea divisoria entre México y Estados Unidos
De niña, el papá de Hanna Baby le dijo que existe algo llamado ritmo y que más allá de las clases de solfeo y música a las que tuvo el privilegio de asistir durante su educación primaria, lo iba a encontrar con pequeñas señales durante el transcurrir de su vida, lo cual le dio más confusión que certezas y la llevó más de siete veces a un estado de alteración y desesperación porque comenzó a encontrar ritmos en la cotidianidad de la maquiladora de pantalones de mezclilla, en el soso movimiento de la lavadora, en las tediosas repeticiones de la rocola del primer tugurio en el que trabajó cuando su papá decidió decir "último vieja" y morirse para quedar postrado en un lugar donde no se ve ni se escucha nada. Encontraba el ritmo y lo volvía encontrar, pero... "¿Para qué?", se repetía a sí misma una y otra vez.

miércoles, 7 de enero de 2009

I. Hanna Baby (Se conocieron)

En el norte de México, en un lugar como éste, es mejor agarrar el alma y cerrarla lo más que se pueda para que las partes sensibles no queden al descubierto. Es como tratar de arroparte todo el tórax con un chaleco. Ella, a su manera, se destapó por completo y su presencia en lugares públicos llegó a ser un monumento de carne y hueso.
"La bella mujer le bailaba al sol, atendiendo a sus emociones. Cada movimiento era repentino y sin anuncio, el conjunto de su baile era el producto de un montón de coincidencias ocurridas un segundo atrás del otro. Para eso le servía su cuerpo, para ver si así, en una oportunidad, lograba encontrar su posición en el mundo, aunque el momento durara eso, lo que dura una coincidencia", dijo el "Gafitas".
Su madre, dueña de un restaurante de hamburguesas, le deba empleo como encargada de inventario de insumos y por las mañanas cursaba el segundo año de preparatoria. “Normal” es una palabra con la que solían describirla sus pocos conocidos. Pero su vida, tal como se conoce ahora gracias a los variados y apasionados testimonios, comenzó en un centro nocturno, a sus 16 años. Aquel día de noviembre decidió levantar de la carretera a un hombre, la damita vestía todavía el delantal del uniforme de su trabajo y el tipo de la orilla del camino cargaba una guitarra semi-acústica sin estuche y una harmónica harp que se asomaba desde su chamarra de cuero café.
Eran las siete de la noche el sol estaba a punto de esconderse en el horizonte polvoso. La luz le pegaba de frente al caminante de la carretera y se reflejaba en el instrumento plateado que emitió un destello justo cuando ella pasaba, lento, enfrente al desconocido. Ese flashazo le causó el acto reflejo de disminuir aún más la velocidad y por fin decidirse a parar. Tenía recién salidas de la boca las últimas conversaciones de su trabajo, los últimos aromas aún colmaban sus sensaciones, tediosos esfuerzos matemáticos para entregar las cuentas al menos con coherencia y sin tanto margen de error, todavía rondaban su cabeza. El destello de la Harp la tomó aturdida. En un momento de intensa concentración no se hubiera detenido y ese brillo hubiera sido sólo uno más del mágico atardecer desértico.
Frenó, puso la palanca de velocidades en punto muerto y se apuró a desatarse los nudos de su delantal hediondo a grasa. No había marcha atrás, un dulce vértigo le recubría las entrañas. Si, si. No había marcha atrás. El motor de la camioneta estaba desafinado, y para que no se apagara, requería mantenerse acelerado mientras no avanzaba, por eso el ruido era mucho y se comunicaron a gritos. - ¿A dónde vas?-, lo tuteó. -Lejos de aquí, a donde me lleve señorita- le contestó, hablándole de usted, el desaliñado hombre de unos 40 años, con sus amplios surcos en la cara quemada de tanto sol que había recibido en aquel insoportable día de súplica en la carretera.
Se abrió la puerta y tronaron los fierros, se cerró la puerta y volvieron a tronar. Avanzó la troca con un jaloneo inicial del clutch y comenzó el desliz sobre el asfalto. El hombre tardó 900 metros de recorrido en asimilar la fortuna de haber sido rescatado del camino ardiente, y entonces le preguntó a la damita mal oliente:
-¿Es usted una lolita o qué?
-Si.
-Ah... y usted, ¿se llama...?
-¿A dónde me dijiste que ibas?-, le preguntó, ignorando su anterior cuestionamiento.
-No se lo he dicho. No soy de aquí, me puedes dejar en el primer sitio de taxis, así no te desvío.
-Uy, yo no voy pallá- , dijo ella. Se hizo el silencio. Se supone que tendría que haberlo dejado bajar de la vieja camioneta apestosa a gasolina, se supone también que tendría que decir algo más pero siguió su camino.
-No te di las gracias por llevarme-, dijo él, resignado.
-No te he llevado a ningún lado-, le contestó ella y comenzó a caer en la cuenta de que despertaba de su letargo, pero despertaba en otro lugar donde no había estado.
En lugar de entrar a la ciudad y tomar la avenida que la lleva a su casa, o el circuito que conduce al centro de la ciudad, tomó una vía lateral y se dirigió a la zona de bares que recién había recibido el permiso de establecerse tras un pleito con los otros propietarios a quienes no les hacía ninguna gracia la nueva competencia. Pero también porque, dadas las circunstancias de inseguridad, una zona de esparcimiento lejos del bullicio urbano era como un caldo de cultivo para que siguieran brotando las atrocidades entre los alterados, los deprimidos, los eufóricos, los sanos, los despistados y los sádicos. O las sádicas.
No se había roto el hielo entre los viajeros, los agresivos brillos desérticos ya estaban guardados y ahora era la hora cero, la de los tonos opacos y difusos, la de los árboles amarillos y piedras anaranjadas.
A medida que avanzaban en medio de los matorrales que bordeaban la carretera de dos carriles, se iba perdiendo la señal de la radio que emitía en ese momento el estado del tiempo, parecía que estuviera en sincronía con los rayos del sol para ir desapareciendo poco a poco. Vaticinaban un clima seco y con temperatura de entre diez y seis grados centígrados para la noche. Justo cuando las ondas hertzianas desaparecieron, comenzó a caer una tenue lluvia que sólo sirvió para exaltar la mugre del parabrisas y obstaculizar la visibilidad. Eso, a los 100 kilómetros por hora que ahora alcanzaba la camioneta, le molestaba ya bastante al viajero de la guitarra y la armónica.
-¿Me puede decir ya a dónde vamos?-le dijo, cansado de niñerías.
-Vamos a un bar... perdón, ¿sí quieres venir?, vamos, ándale, después te llevo a donde quieras-. hacía un par de años que el copiloto no hacía algo parecido, aún cuando se jactaba de ser un rezagado valiente de la generación beat, que en México pasó como una triste copia de lo que ocurrió del otro lado del río con los Burroughs y los Kerouak, y ahora estaba metido en una situación de la cual no era dueño, llevado por el azar, por una niña loca que lo recogió en la carretera en una camioneta chocada digna de un ranchero de esos que pretenden aparentar rudeza, pero que en realidad le servía para transportar la mercancía del restaurante.
-Hoy a las 8 mataron a un señor acá, como a una cuadra de mi casa-, le dijo ella.
-Ah, ¿un periodista ?
-Si, ¿cómo sabes?
-Salió en las noticias. Si, uno que trabajaba para el Diario de Juárez-, afirmó él, con la conversación bajo control, tal como le gusta, -de la sección policíaca. Lo vi, lo vi-. La jovencita, con acelerador a fondo, continuó el relato rebasando la capacidad de impresión de su acompañante:
- Es que ya habían matado a uno que colgaron en un puente, sin cabeza, también como a las ocho aeme.
-Asumadre...
-Y la cabeza la dejaron en el monumento al periodista. Si, ¿tu crees?, qué feo. - el cuarentón tenía un gesto torcido en la cara. No se sabía si era risa o qué. No contestó, propició un silencio para buscar un cambio de conversación, pero la incomodidad pudo más y soltó:
-Está de la chingada eso.
-¡Si!, está de la chingada, se me hace tan raro que el de hoy haya salido en las noticias allá, eres del DF, ¿no?... porque hay como miles diario y ni quien diga nada.
La luz de los faros ya se definía bien en la carretera. Habían entrado en la noche y ninguno de los dos tenía claro a donde ir.
-Neta es bien raro, precioso -continuó, empezando a jugar con él-, porque escuchas los balazos todo el día. Mañana, tarde o noche, y no sé... me acuerdo de mi vida hace un año y créeme que no puedo creer como estamos ahora, ¡y lo peor es que te acostumbras!
-Ufff...
-Con las muertas de Juárez...realmente ya era de diario, no había novedad, y la gente le dejó de tomar importancia, es mucha la gente que conozco que simplemente dejó de leer o ver noticias porque si no, vivirían traumados. Y con el Ejercito acá, con conocidos que tienen historias de que básicamente son asaltados durante las revisiones de rutina.
-Los tránsitos también lo hacen-, dijo el cuarentón interrumpiendo el monólogo, pensaba contarle su amarga experiencia reciente, pero se distrajo al ver las trocas último modelo parqueadas en la orilla de la carretera que anunciaban el comienzo de la zona de bares. Cansado de escuchar el pesimismo de la frenética jovencita, el hombre sacó la armónica mandando una clara señal de hartazgo.
-Es que –Continuó ella-, hay muchas cosas acá, están por ejemplo también los Aztecas y los otros que no me acuerdo como se llaman. Cuando choqué los que me ayudaron eran Aztecas.
-¿Quiénes son?-, volvió a guardar la armónica.
-Es una banda de cholillos.
-¿Como los que están ahí?-, preguntó con el rostro compungido, mirando por la ventana. Ella, al darse cuenta, le dijo que si miraba por un par de minutos a un punto fijo en el horizonte escondido tras personas y los bares, la gran línea horizontal se haría cada vez más lejana hasta hacer salir el sol. Y de inmediato continuó:
-Esos cholillos son básicamente los que reparten la droga en las cárceles de acá, pero son dos bandas, los Aztecas. Y los otros que no sé cómo se llaman. Mira, es que hay de todo, están los policías y judiciales que están ya comprados, ¿no?, pero bueno, volviendo a los Aztecas, pues son una banda como te digo, que reparte la droga mayormente en cárceles y en algunos picaderos.
-Aja...
-Y pues defienden el territorio mas bien con armas cortas y navajas y así. Ya los sicarios pues traen sus AK-47, o ya metralletas chiquillas.
-Ajá...
-Entonces por ejemplo, también a veces entiendo a los policías o sea, no manches, les dan una Nueve Milímetros, cero preparación y cero condición contra ex-militares con armas de ese calibre, ¡pos no manches!-, y soltó una carcajada chillona.
-Ufff...no tengas miedo de eso, nada más eso falta-. Ella, al escuchar esa frase que pretendía ser tranquilizadora, pensó (ahora ya con sus neuronas revolucionadas) "¿quién tranquiliza a quién?", pero continuó, irónica y provocadora. Se divertía con aquel sabelotodo de la carretera:
-Lo peor, encantito, es que si algo pasa, nadie te va a ayudar, no va a haber policía, no habrá judiciales, ni soldados, ni federales que te vayan a tender la mano, o que vayan a decir: ¡vamos tras el asesino!.
-Ajá-, ella hablaba y miraba los bares enfilados para escoger uno.
-Cuando amenazaron a los de la Cruz Roja, decidieron ya no salir por los heridos de bala, y la gente se les echo encima.
-¿A dónde vamos, a dónde vamos?, interrumpió, harto de lo que estaba escuchando.
-Que pena yo y mis rollotes ¿no?
-No te preocupes, ¿a dónde vamos?
-Aquí mero-. dijo ella. Aquel día. "Ese día".

viernes, 2 de enero de 2009

Doña Lagarta y los pescadores


R. Soberanes

La actividad de la pesca está en un bache, los que se dedican a ella aseguran estar pasando por el peor momento que recuerdan. En las playas de Antón Lizardo, los pescadores independientes, acostumbrados a las alzas y bajas de sus ganancias, comienzan a notar que el negocio se estancó, al tiempo que el costo de los insumos continúa en aumento, sin que gocen de ningún tipo de apoyo gubernamental.

Las lanchas que se pasean por las costas de Antón Lizardo, igual que cualquier automóvil de modelo no reciente, utilizan gasolina Magna Sin, por lo tanto, ellos sufren los efectos de los constantes aumentos del combustible y toda la cadena de alzas que ello genera. La particularidad de los trabajadores del mar es que el precio de su producto fluctúa cada día.

"Puedes matar 200 kilos o nada", dice Rubén Rosas López, quien asegura que ha sido y será pescador toda su vida a pesar de que el 2008 es el peor año que recuerda en cuanto a sus ganancias. Desde las playas de Antón Lizardo, él ha visto partir a muchos compañeros a realizar otros trabajos que les dejan mejores dividendos.

"Yo soy pescador 100 por ciento, no pude estudiar loco, era muy pobre. Lo bueno -agregó- es que acá es bien barato morirse, hay terrenos bien baratos de dos por dos", comentó sin ningún dejo de preocupación. No obstante, reconoció que se enfrentan a tiempos inéditos y (aquí sí, preocupado) los precios de su producto se han estancado.


El kilogramo de Peto normalmente cuesta 40 pesos, en los últimos meses no sube de 20 pesos. La Rubia bajó de 35 a 18 pesos, la Sierra, cuyo precio suele ser de 40, ahora se vende a 15 y el Cazón pasó de estar a 20 a fluctuar entre los 15 y 17 pesos permanentemente. Esto por poner algunos ejemplos.

Con esa reducción de ganancias, ellos salen a pescar en una superficie de 20 millas hacia el mar teniendo que gastar unos 100 pesos "por cada salidita". para costear el hielo que mantiene fresco el pescado, los aceites, la carnada y la gasolina. Ello sin contar las reparaciones de sus equipos de pesca.

"¡El otro día fui con la tía Lagarta a conseguir una red de media pulgada!" interrumpió otro pescador, joven, que atendía a la entrevista. Su comentario significa que ya no le alcanza para comprar redes y recurrió a la caridad de una tal tía Lagarta para que le prestara una red.

Aprovechando la interrupción de uno de sus ayudantes, Rubén Rojas dijo señalándolos, que cuando ve que alguien no tiene ganas de ir, prefiere bajarlo de la lancha para que no afecte la cosecha. "Aquí quiero fuera la mala vibra", dijo el pescador, dueño de tres lanchas.

"¡Cuando hay Cazón, nos vamos con vientos de hasta 40 kilómetros, una vez fuimos y matamos 200 kilos!", y luego ensombreció su expresión: "pero nos lo pagaron a 15. Es una mafia eso del precio".

Según su experiencia de años, ha visto cambiar el paisaje de las playas. Antes, las lanchas eran tripuladas por cuatro o cinco personas, ahora lo más frecuente es ver pescadores solos, puesto que muchos han optado por dejar el trabajo en el mar por algún empleo en la ciudad, o bien en la zona turística, especialmente en Boca del Río, donde son requeridos buenos navegantes en las zonas exclusivas de yates.

En suma, desde hace ocho años a la fecha, la actividad pesquera se ha reducido constantemente, dato que nos fue imposible constar en el Instituto Nacional de Pesca, cuyas autoridades se excusaron por estar ocupados con los "cierres de año" y pospusieron la plática de diez minutos para "enero".

En la pesca, como en otros gremios, la política está inmiscuida, y en este caso los pescadores independientes resultan afectados al quedar fuera de los apoyos gubernamentales. La Secretaría de Desarrollo Agropecuario, Rural, Forestal, Pesca y Alimentación (Sedarpa), a través de un programa de Apoyos a la Restitución de Equipos y Artes de Pesca ofrece impulsar a las "organizaciones económicas y unidades de producción rural".


Esto ha llegado a oídos de los pescadores independientes, que descartan por completo acercarse a solicitar los apoyos, puesto que aseguran que se trata de unos motores marca Zuzuki para lancha, "pero esos para estas madrizas nunca han servido". Además -dijo Sergio Fernández Cañete, otro pescador- para recibir un apoyo hay que ser cooperativista, incluso, recordó que en alguna ocasión le dieron un motor de lancha a un camionero "que apenas y a pisado la playa".

En suma, no creen que los motores de lancha les puedan servir y optan por valerse por sus propios medios. No obstante, están bien enterados de los apoyos que les llegan a los que sí son cooperativistas. Hace años -cuentan entre todos-, les “apoyaron” con motores “gringos” que no sirvieron para nada. Incluso, un mecánico “se tuvo que ir al vivir” al almacén donde los tenían puesto que no paraban de llegar las máquinas descompuestas.

Algo que no requiere afiliación a ninguna cooperativa es la actividad proselitista de los candidatos que llegan “a levantar las listas para las despensas”.

“Le deben llegar los apoyos a los que sí trabajan”, consideró Sergio Hernández. “Aquí apoyos no hay, hay despensitas chiquitas que traen y te piden copia de tu credencial. Las despensas ya nos las conocemos, te dan medio kilo de azúcar, arroz, frijol, aceite y dos bolsas de Minsa”.

Aunado a los problemas mencionados, ellos acusan que la entrada a los mercados del pescado de Alaska “nos rompe la figura”. Además, la producción de Alvarado les ha mermado a la hora de ofrecer su producto en el mercado.

“¡Llegaron los alvaradeños con su cargamento de pescado, encuéntrenos en la bodega 20!”, anunciaba un altavoz en la Plaza del Mar, lugar donde se instalaron los vendedores que ocupaban anteriormente el mercado Pescadería.

En la Plaza del Mar, instalada en el norte de la ciudad en una zona alejada del bullicio de la ciudad, hay historias parecidas. En general coinciden en señalar al 2008 como un año especialmente malo para ellos en el que han visto reducidas sus ganancias a causa de las obligatorias bajas del precio de sus productos.

Mario y Félix Yepes, padre e hijo, atienen su puesto de pescado en la Plaza, afirman que sus ganancias oscilan entre los seis y los 10 pesos por cada kilo que venden, situación que los tiene con la soga al cuello. Durante el 2008, hubo una racha desafortunada que duró desde agosto hasta octubre en la que prácticamente no tuvieron trabajo.

Aseguran, mientras fileteaban el ceviche, que “la mayoría de aquí están endrogados” a causa de el problema de moda: el alza a los insumos. Según don Mario Yepes, se ha hecho común hablar de los pescadores como los más necesitados de apoyos, “¡pero acá también estamos con la lengua de fuera!, si el gobierno le echara un lente a estos localitos, ¡olvídate!”.

A diferencia de los pescadores, los vendedores de la Plaza del Mar son todos “independientes” y no tiene un gremio organizado, con lo cual, no tiene contacto con los “apoyos” de los que en un momento dado pudieran beneficiarse.

Se despiden los pescadores y los comerciantes de un año con experiencias indeseables: alzas de insumos, ventas bajas, mercancías concentradas en hieleras que nunca salieron al público por la falta de demanda. Un año de puños apretados, como los de don Manuel , quien sostenía entres sus dedos un fajo de billetes que no pasaba de los 300 pesos. Era todo su capital, y se redujo a la mitad cuando llegó “el hielero” a cobrarle su mercancía.