miércoles, 7 de enero de 2009

I. Hanna Baby (Se conocieron)

En el norte de México, en un lugar como éste, es mejor agarrar el alma y cerrarla lo más que se pueda para que las partes sensibles no queden al descubierto. Es como tratar de arroparte todo el tórax con un chaleco. Ella, a su manera, se destapó por completo y su presencia en lugares públicos llegó a ser un monumento de carne y hueso.
"La bella mujer le bailaba al sol, atendiendo a sus emociones. Cada movimiento era repentino y sin anuncio, el conjunto de su baile era el producto de un montón de coincidencias ocurridas un segundo atrás del otro. Para eso le servía su cuerpo, para ver si así, en una oportunidad, lograba encontrar su posición en el mundo, aunque el momento durara eso, lo que dura una coincidencia", dijo el "Gafitas".
Su madre, dueña de un restaurante de hamburguesas, le deba empleo como encargada de inventario de insumos y por las mañanas cursaba el segundo año de preparatoria. “Normal” es una palabra con la que solían describirla sus pocos conocidos. Pero su vida, tal como se conoce ahora gracias a los variados y apasionados testimonios, comenzó en un centro nocturno, a sus 16 años. Aquel día de noviembre decidió levantar de la carretera a un hombre, la damita vestía todavía el delantal del uniforme de su trabajo y el tipo de la orilla del camino cargaba una guitarra semi-acústica sin estuche y una harmónica harp que se asomaba desde su chamarra de cuero café.
Eran las siete de la noche el sol estaba a punto de esconderse en el horizonte polvoso. La luz le pegaba de frente al caminante de la carretera y se reflejaba en el instrumento plateado que emitió un destello justo cuando ella pasaba, lento, enfrente al desconocido. Ese flashazo le causó el acto reflejo de disminuir aún más la velocidad y por fin decidirse a parar. Tenía recién salidas de la boca las últimas conversaciones de su trabajo, los últimos aromas aún colmaban sus sensaciones, tediosos esfuerzos matemáticos para entregar las cuentas al menos con coherencia y sin tanto margen de error, todavía rondaban su cabeza. El destello de la Harp la tomó aturdida. En un momento de intensa concentración no se hubiera detenido y ese brillo hubiera sido sólo uno más del mágico atardecer desértico.
Frenó, puso la palanca de velocidades en punto muerto y se apuró a desatarse los nudos de su delantal hediondo a grasa. No había marcha atrás, un dulce vértigo le recubría las entrañas. Si, si. No había marcha atrás. El motor de la camioneta estaba desafinado, y para que no se apagara, requería mantenerse acelerado mientras no avanzaba, por eso el ruido era mucho y se comunicaron a gritos. - ¿A dónde vas?-, lo tuteó. -Lejos de aquí, a donde me lleve señorita- le contestó, hablándole de usted, el desaliñado hombre de unos 40 años, con sus amplios surcos en la cara quemada de tanto sol que había recibido en aquel insoportable día de súplica en la carretera.
Se abrió la puerta y tronaron los fierros, se cerró la puerta y volvieron a tronar. Avanzó la troca con un jaloneo inicial del clutch y comenzó el desliz sobre el asfalto. El hombre tardó 900 metros de recorrido en asimilar la fortuna de haber sido rescatado del camino ardiente, y entonces le preguntó a la damita mal oliente:
-¿Es usted una lolita o qué?
-Si.
-Ah... y usted, ¿se llama...?
-¿A dónde me dijiste que ibas?-, le preguntó, ignorando su anterior cuestionamiento.
-No se lo he dicho. No soy de aquí, me puedes dejar en el primer sitio de taxis, así no te desvío.
-Uy, yo no voy pallá- , dijo ella. Se hizo el silencio. Se supone que tendría que haberlo dejado bajar de la vieja camioneta apestosa a gasolina, se supone también que tendría que decir algo más pero siguió su camino.
-No te di las gracias por llevarme-, dijo él, resignado.
-No te he llevado a ningún lado-, le contestó ella y comenzó a caer en la cuenta de que despertaba de su letargo, pero despertaba en otro lugar donde no había estado.
En lugar de entrar a la ciudad y tomar la avenida que la lleva a su casa, o el circuito que conduce al centro de la ciudad, tomó una vía lateral y se dirigió a la zona de bares que recién había recibido el permiso de establecerse tras un pleito con los otros propietarios a quienes no les hacía ninguna gracia la nueva competencia. Pero también porque, dadas las circunstancias de inseguridad, una zona de esparcimiento lejos del bullicio urbano era como un caldo de cultivo para que siguieran brotando las atrocidades entre los alterados, los deprimidos, los eufóricos, los sanos, los despistados y los sádicos. O las sádicas.
No se había roto el hielo entre los viajeros, los agresivos brillos desérticos ya estaban guardados y ahora era la hora cero, la de los tonos opacos y difusos, la de los árboles amarillos y piedras anaranjadas.
A medida que avanzaban en medio de los matorrales que bordeaban la carretera de dos carriles, se iba perdiendo la señal de la radio que emitía en ese momento el estado del tiempo, parecía que estuviera en sincronía con los rayos del sol para ir desapareciendo poco a poco. Vaticinaban un clima seco y con temperatura de entre diez y seis grados centígrados para la noche. Justo cuando las ondas hertzianas desaparecieron, comenzó a caer una tenue lluvia que sólo sirvió para exaltar la mugre del parabrisas y obstaculizar la visibilidad. Eso, a los 100 kilómetros por hora que ahora alcanzaba la camioneta, le molestaba ya bastante al viajero de la guitarra y la armónica.
-¿Me puede decir ya a dónde vamos?-le dijo, cansado de niñerías.
-Vamos a un bar... perdón, ¿sí quieres venir?, vamos, ándale, después te llevo a donde quieras-. hacía un par de años que el copiloto no hacía algo parecido, aún cuando se jactaba de ser un rezagado valiente de la generación beat, que en México pasó como una triste copia de lo que ocurrió del otro lado del río con los Burroughs y los Kerouak, y ahora estaba metido en una situación de la cual no era dueño, llevado por el azar, por una niña loca que lo recogió en la carretera en una camioneta chocada digna de un ranchero de esos que pretenden aparentar rudeza, pero que en realidad le servía para transportar la mercancía del restaurante.
-Hoy a las 8 mataron a un señor acá, como a una cuadra de mi casa-, le dijo ella.
-Ah, ¿un periodista ?
-Si, ¿cómo sabes?
-Salió en las noticias. Si, uno que trabajaba para el Diario de Juárez-, afirmó él, con la conversación bajo control, tal como le gusta, -de la sección policíaca. Lo vi, lo vi-. La jovencita, con acelerador a fondo, continuó el relato rebasando la capacidad de impresión de su acompañante:
- Es que ya habían matado a uno que colgaron en un puente, sin cabeza, también como a las ocho aeme.
-Asumadre...
-Y la cabeza la dejaron en el monumento al periodista. Si, ¿tu crees?, qué feo. - el cuarentón tenía un gesto torcido en la cara. No se sabía si era risa o qué. No contestó, propició un silencio para buscar un cambio de conversación, pero la incomodidad pudo más y soltó:
-Está de la chingada eso.
-¡Si!, está de la chingada, se me hace tan raro que el de hoy haya salido en las noticias allá, eres del DF, ¿no?... porque hay como miles diario y ni quien diga nada.
La luz de los faros ya se definía bien en la carretera. Habían entrado en la noche y ninguno de los dos tenía claro a donde ir.
-Neta es bien raro, precioso -continuó, empezando a jugar con él-, porque escuchas los balazos todo el día. Mañana, tarde o noche, y no sé... me acuerdo de mi vida hace un año y créeme que no puedo creer como estamos ahora, ¡y lo peor es que te acostumbras!
-Ufff...
-Con las muertas de Juárez...realmente ya era de diario, no había novedad, y la gente le dejó de tomar importancia, es mucha la gente que conozco que simplemente dejó de leer o ver noticias porque si no, vivirían traumados. Y con el Ejercito acá, con conocidos que tienen historias de que básicamente son asaltados durante las revisiones de rutina.
-Los tránsitos también lo hacen-, dijo el cuarentón interrumpiendo el monólogo, pensaba contarle su amarga experiencia reciente, pero se distrajo al ver las trocas último modelo parqueadas en la orilla de la carretera que anunciaban el comienzo de la zona de bares. Cansado de escuchar el pesimismo de la frenética jovencita, el hombre sacó la armónica mandando una clara señal de hartazgo.
-Es que –Continuó ella-, hay muchas cosas acá, están por ejemplo también los Aztecas y los otros que no me acuerdo como se llaman. Cuando choqué los que me ayudaron eran Aztecas.
-¿Quiénes son?-, volvió a guardar la armónica.
-Es una banda de cholillos.
-¿Como los que están ahí?-, preguntó con el rostro compungido, mirando por la ventana. Ella, al darse cuenta, le dijo que si miraba por un par de minutos a un punto fijo en el horizonte escondido tras personas y los bares, la gran línea horizontal se haría cada vez más lejana hasta hacer salir el sol. Y de inmediato continuó:
-Esos cholillos son básicamente los que reparten la droga en las cárceles de acá, pero son dos bandas, los Aztecas. Y los otros que no sé cómo se llaman. Mira, es que hay de todo, están los policías y judiciales que están ya comprados, ¿no?, pero bueno, volviendo a los Aztecas, pues son una banda como te digo, que reparte la droga mayormente en cárceles y en algunos picaderos.
-Aja...
-Y pues defienden el territorio mas bien con armas cortas y navajas y así. Ya los sicarios pues traen sus AK-47, o ya metralletas chiquillas.
-Ajá...
-Entonces por ejemplo, también a veces entiendo a los policías o sea, no manches, les dan una Nueve Milímetros, cero preparación y cero condición contra ex-militares con armas de ese calibre, ¡pos no manches!-, y soltó una carcajada chillona.
-Ufff...no tengas miedo de eso, nada más eso falta-. Ella, al escuchar esa frase que pretendía ser tranquilizadora, pensó (ahora ya con sus neuronas revolucionadas) "¿quién tranquiliza a quién?", pero continuó, irónica y provocadora. Se divertía con aquel sabelotodo de la carretera:
-Lo peor, encantito, es que si algo pasa, nadie te va a ayudar, no va a haber policía, no habrá judiciales, ni soldados, ni federales que te vayan a tender la mano, o que vayan a decir: ¡vamos tras el asesino!.
-Ajá-, ella hablaba y miraba los bares enfilados para escoger uno.
-Cuando amenazaron a los de la Cruz Roja, decidieron ya no salir por los heridos de bala, y la gente se les echo encima.
-¿A dónde vamos, a dónde vamos?, interrumpió, harto de lo que estaba escuchando.
-Que pena yo y mis rollotes ¿no?
-No te preocupes, ¿a dónde vamos?
-Aquí mero-. dijo ella. Aquel día. "Ese día".

1 comentario:

Anónimo dijo...

Tan fantástico como real...