martes, 13 de octubre de 2009

El Gafitas

-Mira los labios de la mujer que está cantando y verás cómo te la pasas bien, muchacho.


-Pero yo vine a pasármela bien con usted, además, ya le pagué para que usted la pase bien conmigo, por qué me sale con eso?


-Mírele usted los labios, jovencito, verá como no se arrepiente.


Y los miré y los miré y no encontré nada, al menos en los tres minutos que duró mi intento. Aquella mujer horrible en sus modales y peor aún en su forma de vestir tenía anonadados a los y las asistentes al bar que alguna vez fue teatro, al teatro que alguna vez fue fuente de sueños. 


-Mírele usted los labios-, me dijo la puta burlona, sacándome del trance y ofreciéndome otro trago adulterado


Bebió su agua mineral pintada con coca cola. Todo a cuenta mía. De hecho, a este paso, me quedaba tal vez una media hora de estancia sentado en esa mesa, dependiendo de qué tanto me dejara engatusar por esa dama sin edad más cargada de mañas que un corredor de bolsa.


-Mírele los labios-, insistió la vieja cabrona.


-Bueno chingadamadre!!!!-, dije yo, como todo un hombre. Ella sonreía.


Los sueños rotos que buscaban redención en los labios de la mujer que contaba historias, ataviada con vestuarios despintados desperdiciados por la gran diva del desierto, la que hace mucho (o poco, según lo fresco de la memoria), había dado brillo a aquel lugar al fondo de un tobogán, allá donde quedaban estacionados los sueños de los amorosos y resignados que, de una u otra forma, llegaban con el pecho hinchado buscado una musa y tranquilidad.


-Mírele bien los labios-, escuché que otra mujer dijo en la mesa de junto. Estaba acompañada de un siniestro hombre arrugado de porte sombrío, blanco como lo blanco y viejo como lo viejo, de manos ansiosas que buscaban el botón de la flor de manera abrupta y desenfrenada bajo la mesa para dos. 


Yo me encontraba en avanzado estado de ebriedad, cosa que pudé deducir por mi forma de obedecer a la madame que me daba órdenes. Y yo por más maldiciones que escupiera, siempre las coronaba con una sonrisa.

 

Ese hombre más muerto que vivo y yo, fuimos los elegidos para el entretenimiento. 


-¡Caro¡-, gritaron esos labios sobre. El viejo ansioso de la mesa aledaña botó el lívido al suelo y enderezó su columna retorcida, ya no era un buitre de orejas escondidas entre los hombros dispuestos a babear sobre su prostituta y acompañante, ahora era el padre de todas las sombras proyectadas por al luz tras abrazar el cuerpo delicado de la próxima mujer en oferta. Caro, Carolina. Ella ni siquiera tuvo la delicadeza de buscarse un nombre falso. Caro, la hija de ese ser descarnado de ojos vidriosos, no tardó más de cinco segundos para encontrar un cliente.


El rictus de dolor dibujó una mueca congelada en el rostro de ese hombre en desgracia. 


Mi acompañante cumplió con su papel dentro del show y me aseguró que ni todo el dolor que pudiera sentir ese "desgraciado" podría compararse con el de su hija, ultrajada y vejada repetidas ocasiones por el que hoy lloraba fingiendo dolor paternal.


-¡Caro, Caro!-, gritaba ahora él. 


-Caro, Caro!-, lo arremedaba la mujer de los labios carnosos, postrada orgullosa en el escenario.


El terror se apoderó de mi y me paralizó. Clavé la vista en la mesa, enfoqué la mirada en el logotipo impreso en el mantel. Comenzó el martirio:


-!Sara!.


Maldición. Sara. 


En el logotipo sobresalía un monigote lujurioso con un moño en el cuello como único atuendo y un ridículo sombrero rosado cubriéndole sus partes.


-¡Sara, Sara, Sara!, gritaba la multitud. 


Dos segundos antes de que la madre de mis dos hijos encontrara acompañante, noté que el monigote lujurioso del mantel no tenía rostro y estaba parado sobre una charola de mesero cargada por tres lindas mujeres ataviadas en unas largas batas blancas.


-¡Eso es entretenimiento!, gritó un asqueroso maestro de ceremonias apodado "Gafitas", que irrumpió el escenario para dar por concluido el show en medio de fanfarrias burlonas y alabanzas de los comensales.