domingo, 30 de noviembre de 2008

Un par de textos viejísimos, los escribí en 2003. Creo que fue en marzo de ese año, me gustaba el ciclismo y salía "rodar" con Guicho. Fuimos a los Humeros, un lugar impresionantemente chingón, está en el valle de Perote. Ahí hay unas subidas sobre unos 3 mil metros de altura que te hacen decir -como dice guicho- "y yo qué hago aquí!!". Para no hacer el cuento largo, cuando íbamos bajando me rompí la madre en una curva. Se me partió en 2 el fémur de la pierna izquierda y tuve que pasar 3 meses en cama.
Entonces vi películas como nunca y escribí cuentos. La mayoría de ellos los perdí. El hombre del coche rojo, El jardinero elegante y El mero día, son algunos de los que sobrevivieron.

Un jardinero elegante (preámbulo del mero día)

Yo no creía que fuera tan difícil cortejar a aquella mujer. Sé que es rica y muy codiciada por hombres que representan los mejores partidos del pueblo para una mujer de su clase y posición, pero jamás pensé que mi primer visita fuera a terminar así:
Fueron dos horas las que esperé en la calle bajo la llovizna a que Margarita saliera de su clase de macramé, tan sólo para poder saludarla y con mucha suerte cuadrar una cita por la tarde.
Al fin salió y acudí a su encuentro y sin dudarlo le pedí permiso para hacerle una visita a su elegante domicilio.
–Hoy tengo toda la tarde libre- le dije - como que se espantó un poco, pero ya que me revisó bien de pies a cabeza, le cambió el semblante.
-Vaya entonces, y le agradezco de antemano su cortesía- así me contestó la ingrata.
Nunca había sido tan difícil soportar el tiempo y las ansias como ese rato en que esperé a que dieran las cinco mas o menos. Ni me atrevía a moverme mucho para no sudar ni despeinarme, por eso mejor me quedé en mi casa, sentado en la cama de mis padres para así poder estarme enfrente de los chorros que se hacen desde el tejado siempre que llueve en el pueblo de tres a cuatro y media. Supe que era la hora de salir cuando dejó de llover, y ni me dio miedo mojarme los zapatos en la calle porque sé que los charcos se evaporan rapidísimo de tanto calor que hace después de los aguaceros, eso sí, el vapor te entra por las narices y hasta te ataranta la cabeza.
Crucé el pueblo que dormía la siesta todavía. Cuando toqué la puerta de su casa fui atendido por un empleado que me condujo a través de un inmenso jardín cuyo fino césped estaba bastante largo. Al final, llegamos a una bodega donde había un recado para mí, aún no era mi día.
“Las podadoras están a su disposición. Gracias otra vez por su cortesía. Atte. Margarita.”
...durante las siguientes seis horas me encontré más ocupado que una pulga en el cuerpo de una mujer gorda.

El mero día

Con mi mejor ropa salí ese día, mi gran día. Sentía una fuerza por dentro que me obligaba a sentirme muy bien, nervioso y con esos pantalones que me quedaban chicos y me calaban medio gacho, pero muy bien, con zapatos sin lodo, calcetines discretos, camisa nueva y todo.
Era un día por la mañana, muy, muy soleado y no tan bonito pero sí aceptable para pasear. Solo íbamos a hacer eso porque no era yo de suficiente confianza para sus papás como para que me dejaran llevármela a la ciudad para hacer algo más que pasear.
Tampoco iba a pasar por ella a su casa porque sus papás no querían ni verme todavía. De hecho ni se iban a enterar. Sólo en secreto había aceptado salir conmigo. Teníamos que vernos a las doce en la cola de las tortillas, para pasar desapercibidos y nada más me iba a dejar dar tres vueltas al parque con ella, luego cada quien se iría por su cuenta, y luego de eso, pues quien sabe.
Resulta que a esa hora ya no hay tortillas ni gente, así que ni nos confundimos con la gente, ni pasamos desapercibidos, ni nada. Yo llegué primero y ahí la esperé como quince minutos, aguantando las habladas de las tortilleras. Aguanté mucho, pero después me desesperé y les menté la madre a cada una de las tres por separado, y cuando iba en el tercer insulto, llegó Margarita. Pasó rápido, ni se detuvo, así que yo caminé luego luego atrás de ella. Me enojó mucho que Margarita alcanzara a escuchar las tres mentadas por separado que me dijeron a mí también.
Tardé tres minutos en terminar de admirarla con ese vestido café claro que tan bien va con ella y que tan perfecto le permite enseñar cómo es de bonita su figura y cómo es que seguro nadie a tocado su piel. Luego pregunté que cómo estaba, y ella amable contesto, medio indiferente pero contestó que bastante bien.
-¿Contenta?
-Si –me dijo por fin mirándome por primera ves y como que sonriendo. No aguanté su mirada sobre la mía y tampoco miraba mucho su cara porque se me notaría lo embrutecido, entonces se me volvió a adelantar hasta que llegamos al parque que estaba lleno de chamacos trepados en los naranjos que estaban listos para cosecharse. Le iba a ofrecer un helado en ese momento pero no se lo ofrecí porque un chamaco me tiró un naranjazo que me dio justo en el riñón y me dejó hincado de dolor como si yo le pidiera perdón a él y no al revés. Hasta las lágrimas se me salieron pero no le grité nada, solo me puse rojo y me tuve que aguantar. Tenía la esperanza de que Margarita no se diera cuenta pero volteó por culpa de las risas de los boleros y me alcanzó a ver todavía sobre mis rodillas.
-¿Te lastimaste?.
-Solo me pegaron en la pierna pero ya estoy bien.
-Pues te han de haber dado otro en la espalda porque te ensuciaron tu camisa-, así me dijo como que medio burlona. Se dio la media vuelta. Entonces noté que estaba avergonzada y hasta dudaba en esperarme, de pronto llegó otro naranjazo, pero este se estrelló en el mero centro de la nalga izquierda de Margarita. Sonó chistoso.
-¡¡A su puta madre!!
Gritó ella con todas sus fuerzas perdiendo todo el estilo. A mí hasta miedo me dio y los boleros ni se atrevieron a reírse otra vez. Ella tomó la naranja y con notable puntería se la acomodó en la mera trompa al primer niño que vio (que por cierto no era el culpable). La pobre lloraba y se sobaba. El niño quedó todo atarantado y yo me sobaba el riñón y la consolaba, ahí, sentados en una banca que estaba lejos de donde los niños jugaban guerritas.
Traté de ponerla de buen humor pero me costó trabajo, hasta le dije que si quería le podaba de nuevo su jardín con tal de que sonriera, eso le dio mucha risa y me miró con ternura, yo a ella la miré con ilusión.