domingo, 11 de enero de 2009

III. Hanna Baby (Grasa y exceso de velocidad)

Entre el ajetreo del restaurante había algo que no tenía razón de ser. Una cosa untada como mantequilla en el aire espeso, rompía la normalidad del establecimiento donde se alimentan los comensales que van o vienen de trabajar en las maquilas. Es por lo tanto, un lugar que en su mayoría recibe mujeres y fragancias diversas.

Decenas de mujeres se resbalan entre los sillones pegados a la pared arrinconados por las mesas multicolores con sus manteles viejos estampados de dibujos cursis. Las damas, acostumbradas a vestir de hombres, dejan sus gorras en la entrada, algunas utilizan el pelo corto. Ninguna trae bolso, pues todo cabe en las bolsas del pantalón.

Tras la barra hay una señora de greñas descomunales. Cualquiera diría que en un par de años no ha visto lo que hay afuera de su establecimiento porque su aspecto no se parece a ningún otro. Sus pelos negros y enmarañados por el aerosol van de un lado a otro como movidos por un péndulo inverso instalado justo debajo de la caja de cobro.

Siempre atrás de la barra, nunca entre los clientes, siempre con su vaivén de marcapasos de piano de acá para allá y de allá para acá. Siempre cuidando lo suyo.

Mas atrás aún, está la bodega de los insumos. Sobre una caja de verduras enlatadas, está sentada una niña de 16 años, una sweet sixteen ataviada con un overol, pelo recogido por un paliacate y tenis negros. Pensativa, tratando de no escuchar nada pero sin atreverse a taparse los oídos. Sumida en el sinsabor que la rodea, tiene la mirada cada vez más y más perdida... Algo no encajaba, ya no podía estar más tiempo ahí, "¿qué hago aquí?... me tengo que ir", pensó la jovencita.

A esa misma hora de la tarde, cuando los estómagos de las comensales comienzan a obligarlas a adoptar actitud de pereza, un automóvil se dirigía a la gran ciudad fronteriza a desmesurada velocidad. Su conductor, un hombre de esos que creen que todo lo pueden sólo porque han vivido 40 años, metía el acelerador a fondo, seducido por las inmensas planicies que conforman el desierto, mientas que su acompañante, una prostituta que decidió fugarse con él en una noche furtiva, comenzaba ya a arrepentirse de haber dejado la fabulosa capital del país y hacía cuentas para pagar su viaje de vuelta tan pronto hubiera oportunidad.

Comenzaron a aparecer a su paso las señalizaciones que guiaban hacia el aeropuerto de Juárez. Esa zona que hace 10 años estaba prácticamente despoblada, ahora la habían invadido cientos de casuchas y changarros instalados al libre albedrío de personas que llegaron engañadas por la idea de tener una vida confort cerca de la frontera de los Estados Unidos.

-Los cinturones de pobreza-, dijo el conductor, con el tono del que cree que sabe las causas de las cosas. "Pobreza", nada peor para escuchar para una prostituta que hace 18 horas había cometido el arrebato de viajar justo para buscar lo que sea, menos vida de carencia.

Juntos pero separados por sus anhelos inestables, iban ella y él a bordo del Mustang color rojo "de ocho gargantas" rompiendo el viento cargado de polvo, cuando una patrulla les llenó el espejo retrovisor, los alcanzó y les pidió detenerse "ya mismo y allá mero", donde les señaló el dedo del copiloto. Bajaron del auto que representa la ley, un agente corpulento (el que manejaba) de estatura razonable y otro tan chaparro, que medía lo mismo sentado que parado. "No soy enano", le aclaró a la prostituta mientras husmeaba en la guantera de Mustang sin justificación alguna. La mujer paró de mascar, estaba sorprendida por la rapidez de los movimientos de ese energúmeno uniformado que parecía sacado de una juguetería de humor negro. La infortunada pareja furtiva de viajeros estaban a punto de conocer de lo que son capaces el "Gafitas" y el "Gafotas".

Del otro lado del auto, el oficial "normal" realizó el protocolo de pedir licencia, tarjeta de circulación, hacer preguntas sobre origen-destino, y el por qué del viaje. Pero el conductor no parecía estar de humor para eso, y con sus ademanes de hombre guapo, se prendió un cigarro, abrió la puerta empujando levemente al guardián del orden y descendió del auto para enseguida orinar la llanta delantera derecha de la patrulla ante la mirada incrédula escondida por los inmensos rayban del agente.

"Placas foráneas (esto no es ilegal), falta de las dos últimas verificaciones y actitud prepotente al orinar la unidad de la ley", fue la sentencia que emitió por la radio el patético imitador de sherif gringo. Su llamado fue como un grito de guerra en la selva: cinco patrullas (dos de la policía y tres de Tránsito Municipal, incluyendo la grúa) llegaron en cinco minutos. Cuando había transcurrido 10, el hombre estaba de pie en la carretera, cargando nada más que su guitarra, su armónica y una de sus tarjetas de crédito. Aún lo acompañaba su sexo servidora arrepentida, quien miraba fijamente la tarjeta de presentación del Gafitas. Ese "tapón de alberca" era dueño de un congal recién inaugurado a las afueras de la ciudad y le había ofrecido trabajo, cosa que la dama aceptó y tomó el primer taxi que pasó para largarse de una vez.

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