martes, 27 de enero de 2009

Son para espantar al Diablo


R. Soberanes
 
Cuatro hombres con sombrero hacen bulla sentados en una tabla bajo la sobra de un árbol. "¿Falta mucho para el Hato?, queremos ver a don Esteban Utrera", les preguntamos al pasar. "Es acá adelantito, ¡pero espérese que acá hay otro maestro!", dijo alguno de ellos. Y el laudero Asunción Cobos se levantó y se presentó levantando la tapa de una gran cubeta llena de jaranas y mostrando otras tantas colgadas en la pared.
 
Jaranas Segundas, Terceras, de Tres Cuartos, Mosquitos, guitarras, Mandolinas y Leonas ("con su vozarrona que sirve de acompañamiento") están a la vista de las escasas personas que pasan por ese cruce de caminos de unas cuantas casas, llamado Paso de la Mata, antes de llegar al Hato. Cuenta don Asunción que hace 22 años, "llegó el muchacho Gilberto (Gutiérrez) con una espátula para ayudar a hacer la jarana" y fue como aprendió el oficio que ahora lo hace viajar vendiendo sus instrumentos por Veracruz y la República.

En los caminos rurales de Santiago Tuxtla habitan el "Son Campesino" y sus creadores, hombres cercanos a los 90 años de edad que han pasado millones de horas creando música con sus instrumentos de cedro. Asunción Cobos, apurado por el griterío de los hombres "relajistas" de afuera que pedían cerveza, dijo que suele aprovechar las fiestas de La Candelaria, en Tlacotalpan para vender unas 60 jaranas, a menor precio que los demás fabricantes, tema tabú entre los lauderos de la zona que mantienen pugnas por el precio y la calidad de los instrumentos.

Personajes parranderos como don Juan Pólito, "guitarrero" que llegaba a su casa por las mañanas todo trasnochado con sus dedos lastimados y adormecidos de tanto "requintear", don Rodolfo Cobix, violinista que coloca su instrumento en el antebrazo para formar una cruz y espantar al "amigo", don Carlos Escribano, buen laudero de San Andrés, y don Esteban Utrera, pilar de cinco generaciones de soneros de la región de Los Tuxtlas. 

Se consagraron al Son por "gusto", por "necesidad social" o por "obligación moral" y han convertido las coplas y los versos en un elemento tan indispensable en la región como la ganadería y la agricultura; tan recurrente como los rezos; emblemático como las cabezas colosales olmecas de Tres Zapotes; tan triste como los velorios, tan liberador como el "despojo del luto" y tan melancólico como la migración de los jóvenes y el ocaso de los auténticos jaraneros, violinistas y guitarristas que viven de sus recuerdos. 
  
Entre los potreros y las rancherías han surgido connotados músicos. Algunos han llevado el son de los Tuxtlas por el mundo (Mono Blanco, Son de Madera, Los Utrera) y otros lo han tocado por décadas en las interminables noches de fiesta, fandangos de los que ya no hay, de los que duraban días de música canto y zapateado para pesar de las señoronas asustadizas que decían que esa música era "del amigo", por no utilizar la palabrota "Diablo". En respuesta, los violinistas de Los Tuxtlas aprendieron a tocar con el violín “afinado como las guitarras de Son” recargado en el antebrazo y no en el cuello, haciendo la forma de una "cruz" al "amigo", para tranquilidad de "las doñas". 

Don Andrés Moreno, director de la Casa de Cultura de San Andrés, explicó que el Son de Los Tuxtlas tuvo su auge en la juventud de los señores que hoy reposan en sus casas y en su mayoría han dejado de tocar. Dijo también que ellos tienen la particularidad de que les da lo mismo si su música se comercializa o no, debido a que toman al Son como una forma de vida, como "una necesidad social" expresada con las notas "empausadas" cuando asistían a los velorios a amansar el alma de los deudos, o en las plegarias que se le rinden a la Virgen de los Remedios y al Santo Niño de Atocha, en los bautizos, en las bodas, en cualquier fiesta, en los cabos de año, fecha en que los dolientes se despojan del luto y el Son "ya es más alegre", y cuando moría un niño, en cuyo caso los músicos tenían "la obligación moral" de ir a despedirlo.

"A los campesinos no les importa si el Son es aburrido o no", dice don Andrés, quien recuerda las frecuentes escenas de reuniones en las casas divididas por la mitad: unos rezando por un lado y otros bebiendo y cantando por otro, ya con todo y tarima y sones alegres, si es que no había cuerpo presente y se trataba de instalar de nuevo la alegría en el hogar concurrido. "Tantito de ibas a rezar y tantito te ibas al fandango".

Sí era verdad que el Hato estaba cerca, como dijeron los hombres con sed. Tan pronto terminó de almorzar, don Esteban Esteban Utrera se puso una camisa y se aposentó en una silla bajo la sombra del árbol de su patio para hablar de su vida. Nació en 1919, un tres de junio, cuando "el sol se convirtió en aurora, merito a las 5:33 de la mañana, un día antes de la celebración de San Quirico, el hijo de Santa Julita, el niño de tres años que frente al martirio de su madre, también se declaró cristiano valiéndole madre los tormentos", dice Samuel Aguilera, en una reseña de la vida del "mero tatasquián del Hato". 

Don Esteban, padre  de siete varones y una muchacha que le han dado un extenso "nietaje". Aprendió a tocar con las lecciones de "un señor que se llamaba Anastacio Utrera", su hermano. Lo malo fue que el maestro de don Esteban "se voló su dedo principal lazando a los animales y ya quedó mochito y me dijo que agarrara yo la guitarra". Siempre prefirió el requinteo, también sabe hacer sonar la jarana "pero ya no me gusta tocarla, tengo las manos chuecas, no sé por qué", y se miraba extrañado su mano derecha, picada por una garrapata que -dice- le pudo haber dejado torcidos los dedos.



A don Esteban parece importarle poco el hecho de haber sido invitado a tocar en el extranjero. “Fuimos dos veces en avión…”, y su nieto José Luis le ayudó: “fuimos a Irlanda”, “¡ándale, por ahí!, fueron 12 horas en el avión”, dijo don Utrera. En cambio, sus experiencias en los fandangos de la región sí lo hicieron recordar momentos gratos, “noches de guitarra sin sueño” que padecieron sus hijos, a menudo con menos injundia que él, hasta que llegaron los años 80.

“Ya por el 70 debieron haber nacido los chamacos y por los 80 comenzó don Esteban a hacer muina con las parrandas de los chamaquitos que por los noventas ya le andaban pegando duro a la jarana y en el 2000 serían (Los Utrera) a mi juicio uno de los pocos grupos auténticamente campesinos”, afirma Samuel Aguilera.

Don Esteban se repuso de “un susto de la presión” y está de vuelta en el trabajo. De todo hace, menos albañilería. Si construyen una casita, el arma los tablones, pero el ladrillo ni lo toca. En los fandangos él toca, pero el canto ni de broma. Baila poco porque ya le duelen bastante las rodillas, pero “si se aparece una brutalidad, pues ahí me hacen bailar”.

Hay cuatro generaciones de los Utrera con vida, don Esteban ya es tatarabuelo. El papá de él tocaba y bailaba, igual que su mamá. En Rincón de Sosa, Tilapa, Florida, Guinda, ahí donde son afamados los Carballo, "la carballada" y se dice que matan por dinero. A todos lados los Utrera siempre llevan la rama. "Una barbaridad de parrandas" armó en su vida, “ni sueño daba, ahora veo a la familia muy sueñenta”.

“Nunca me faltó la tomadera pero no me emborrachaba”, dice el señor del Hato. Recuerda a los fandangos de Tlacotalpan con especial cariño. “agarrábamos la tarima y cuando había mucha gente no se podían tocar las familias y les decía `hagan otro fandando para que se riegue la gente y se formule otro fandango´, de todos lados y en todo el día sale la gente bailadora en Tlacotalpan, en las fiestas de la Candelaria”. Se le preguntó a don Esteban Utrera si se imaginaba su vida sin el Son y ni siquiera comprendió el significado de tal pregunta.

“Guitarra del Son” se llama su último disco, grabado en 2007 por Alec Dempster, un canadiense que promueve el Son de los Tuxtlas como ningún otro mexicano. “Mientras nuestros pueblos rechazan su cultura, la gente extraña se interesa más”, se lamentó Andrés Moreno, halagando al mismo tiempo el trabajo de Dempster.

Dijo además que la migración en Los Tuxtlas “se nota en las casas arregladas pero también lo nota el Son” porque los jóvenes se van, regresan “y ya aborrecen el Son. Acá yo miro que la gente se va y ya no abrazan sus costumbres”.

Ejemplo de lo contrario es don Esteban Utrera, que vio “cómo le enderezaron las jorobas al Papaloapan y cómo el San Cristóbal se convirtió en el ingenio más grande del mundo” y ya por aquel entonces no paraba de tocar, y hoy, rozándole a los 90 años “el viejo sigue chambeando como un burro y amaneciendo en los pinches fandangos tirando trago y echando compla”.

2 comentarios:

Celeste Laviani dijo...

"...y han convertido las coplas y los versos en un elemento tan indispensable en la región como la ganadería y la agricultura..."
La música es de las mejores cosas que nos ofrece la vida.
Siempre provocando y evocando emociones.
Qué sería Veracruz sin el canto melancólico de una jarana tercera... o sin su café-con-pan.
Qué chingón texto.
Un abrazo

Dolores Medel dijo...

Qué bueno, qué bueno...

Y las fotos? Ponlas, se verían bien acá